lunes, 19 de diciembre de 2011

Memoria de los bares

                        
                                               Memoria de los bares

Sí, quizás porque los años no perdonan, estoy ahora más enganchado que nunca a la memoria. A la personal y a la colectiva. Y también a la memoria de los bares. Porque, como dice el poeta Manuel García en De bares y tumbas, nuestra vida es la memoria de los bares. Y la mía no iba a ser menos, pues toda una serie de bares jalonan mi vida desde que tengo memoria.

Cómo olvidar aquellos bares de la infancia, si aún me parece estar oliendo el vino peleón, las avellanas y los altramuces que impregnaban aquel tascón que conocíamos como la Viña de Mariano, un vinatero del Condado de Huelva, de Manzanilla para más señas, de donde también era Pepe el de Retamares. Y cómo no acordarme de la Goleta, cuyo dueño era de Villalba del Alcor, y de tantos otros taberneros de fuera que se establecieron en Morón en los años cincuenta y sesenta.

La Viña estaba en la punta abajo de los Caños de Aranda, haciendo esquina con la Calzadilla. Recuerdo que más de una vez cuando volvía a casa de la mano de mi padre, antes de enfilar la calle Jerez Baja donde vivíamos por aquel entonces, mi padre hacía una paradiña en ella para tomarse el último caneco de vino, mientras yo me zampaba un buen platillo de altramuces. Nunca olvidaré la noche en que vi en su televisión en blanco y negro el primer tiempo de un partido en el que Pelé marcó un gol de campeonato. Yo me quería quedar para acabar de verlo, pero mi padre no quiso porque era un poco tarde y mi madre nos estaría esperando preocupada. Pero camino de casa, recuerdo que le dije a mi padre que lo más deseaba en el mundo en ese momento era tener un televisor como aquel para poder ver todos los partidos que quisiera en la cama, calentito entre las sábanas.

También me acuerdo muy bien de la Goleta, la tasca donde mi padre paraba muchas noches, cuando daba de mano en la carpintería de Muebles Mariscal, situada en la calle Nueva, frente al Teatro-Cine Oriente. Casi siempre le acompañaba su gran amigo Villanueva, el tapicero del taller de más arriba. Mi madre me mandaba muchas tardes a la carpintería para que no le diese la lata en casa, pues bastante tenía la pobre con estar pendiente y atender a mis otros hermanos más pequeños. Y una vez allí, me quedaba con él hasta que terminaba su jornada de trabajo y volvíamos juntos a casa. Y cuando no se paraba La Goleta o en la Viña de Mariano, lo hacía en El Tropezón, en la punta abajo de la calle Espíritu Santo.

Memoria de bares. De bares de infancia, de juventud y de la vida adulta. De toda la vida. De la viña de Mariano a la Goleta, y de Retamares al Tropezón. Con un niño soñador que come altramuces y un padre que bebe vermut y vino peleón. Del bar del Borrico en la esquina de la Calzadilla con la calle de la Romana, en el que veo a un chaval empinándose unos cuantos cuarterones de fino Vallejo para disimular su timidez y su miedo. Del bar de Pepe, el de los gitanos, en el que recuerdo a un joven aficionado, seducido por el flamenco. De la Barbiana con su manzanilla sanluqueña. De la Blanca Paloma con sus pavías de bacalao. Del bar de Pepín, el del Puentecillo, con sus células clandestinas de peteros maoístas. Del Kiosco de la Carrera. De la Bodega de los González. De las Siete Puertas. Del Canario. De Juan Bermúdez. De Juaniquito. Del bar de Palomo. De tantos y tantos otros. Lo mismo da el lugar, el momento o la edad, porque nuestra vida es la memoria de los bares.





















   
    









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