viernes, 2 de marzo de 2012

Meninas y otros bailes del color

   
   No soy crítico de arte, ni un especialista en la materia, ni he pintado nunca nada en ninguna parte. Tampoco estoy al corriente de las últimas tendencias, de las últimas modas, ni de lo que se cuece en el mundillo pictórico. Así que no puedo hablar con autoridad de expresionismo o de realismo, o de ese eclecticismo suyo del que algunos críticos hablan como “sabia reproducción de un método” y, por supuesto, tampoco sabría enmarcarle como suelen hacer los entendidos en ocasiones como ésta.
   Ahora bien, lo que sí puedo decir, sin temor a equivocarme, es que me siento muy afortunado siendo su amigo y formando parte de esa escuela de  luz, color y movimiento en la que nos enseñó tantas cosas de su vida y de su arte.
   Hay quienes han pretendido encuadrarle, unas veces como figurativo y otras como abstracto, cuando el arte para él no es el puente sino el agua. Porque el arte se mueve. Está siempre en movimiento.
   Hay quienes lo han considerado un artesano que se doblega al dibujo, un novísimo, un impresionista, un fotógrafo magistral de su propia vida, un ángel terrible…cuando siempre ha defendido que la dirección del agua no se puede imponer como la moda “prêt-á-porter” de cada temporada porque él ha hecho en cada momento lo que ha sentido y le ha gustado.
   Y hay quienes todavía creen que un pintor no es nada si no vive y trabaja en New York o en algún otro santuario elegido por el mercado, las modas y los críticos. Sin embargo, Antonio Gracia vive y trabaja la mayor parte del tiempo no en la capital del imperio, ni en una ciudad, ni en pueblo tan siquiera, sino en una aldea. Para mí entrar en su casa de Navarredonda fue tan emocionante y revelador como descubrir Macondo de la mano de García Márquez. Fue entonces cuando empecé a comprender su irónica mirada de gato que nos escudriña desde todas las tapias. Cuando empecé a vislumbrar cómo en su obra se funde lo mejor del barroco andaluz con la luz y las formas arquitectónicas de la tierra; cómo en ella se conjugan armoniosamente los jazmines y las buganvillas con la silenciosa blancura y la acusada textura de sus juguetonas Meninas, los macetones y las tinajas de las esparragueras y los geranios con sus bajorrelieves  y esculturas, los ocres de sus enraizados paisajes con el movimiento interior de sus bailaoras.
      Y de su aldea vino a encontrarse en la adolescencia con Morón donde descubrió el flamenco aunque ya tenía referencias de él cuando de niño escuchaba en la radio con su abuela a Pepe Pinto. Pero en vivo y en directo sólo lo conoció cuando se encontró con sus amigos y  aficionados de Morón, con Dieguito y con Diego del Gastor, a quien conoció en su época de estudiante en el Instituto cuando estuvo parando en la misma pensión que él: en la fonda Pascual. Y luego siguió escuchando a los cantaores locales, y asistiendo a los Gazpachos, para los que pintó algunos de sus mejores carteles, y persiguiendo con su cámara y sus pinceles a Juana Amaya, a Lidia Valle y a todo lo que bailara encima de una tabla para captar la esencia de sus movimientos, de sus posturas, de sus gestos y de las expresiones de sus caras.  
    Por eso no me extraña nada que cuando le preguntaron si quería exponer en nuestra ciudad, él enseguida respondiera, con la sinceridad y generosidad que le caracteriza: “Pá Morón tó. Lo que haga falta”.


                                                         Octubre de 2011

Entre Pepas, Pepitas y Pepis anda el juego

     Afortunadamente, todavía algunos nombres populares siguen siendo los más utilizados por los españoles. Por ejemplo, el de José, aunque no tanto el de Josefa, a pesar de aquella canción popular que hablaba de que “José se llamaba el padre/ y Josefa la mujer/y al hijo que tuvieron/ también le pusieron José”.
      Pero qué duda cabe que tanto José como Josefa son dos nombres de lo más socorrido pues lo mismo sirven para un roto que para un descosido
     Y que, además de lo bien que suenan, tienen la gran ventaja de poseer varios apodos de los que podemos echar mano cuando nos venga en gana. Así, además de José, podemos llamarle Pepe, o bien Pepito o Pepote, según necesitemos un diminutivo o un aumentativo. Y además de Josefa: Fina o Fini; Pepa, Pepita o Pepi.
     Y tampoco creo que nadie dude de su raigambre en todos los ámbitos de la vida.
     Así de Pepe, surgió, por ejemplo, el Tío Pepe, como el espía que surgió del frío.
     De Pepito, el Pepito Grillo que todos llevamos dentro o el ¡Hola don Pepito, hola don José! que cantábamos con Gabi, Fofó y Fofito.
     De Pepa, La Pepa: la Constitución de 1812.
     De Pepi, en plan nostálgico, la señorita Pepi, y en plan carnavalero Las Pepis, la chirigota del Selu que ha retratado este año, por un lado, a las Pepis de carne y hueso que limpian diariamente el oratorio San Felipe de Neri, y, por otro, a La Pepa de papel y tinta que se quedó en papel mojado como la del 78. “Derecho al trabajo, derecho a una vivienda, derecho a una pensión digna…” y un mojón para todos ustedes.
     Y de Pepita, la Pepita Jiménez de Juan Valera o la Pepita Patiño en la que se inspiró María León para su interpretación en La voz dormida de Benito Zambrano que le ha valido el Goya a la Mejor Actriz Revelación de este año: “Comparto el  premio con Pepita Patiño, que tiene 88 años y vive en Córdoba. A ella y a todas las pepitas del mundo, por ser mujeres que han aprendido a perdonar, pero no olvidan”
     Ahora, en cambio, no hay más que leer cualquier lista de alumnos para darse cuenta de cómo proliferan las Yenifer y las Elizabeth, las Stella y las Shakira, los Kevin y los Yósua. Nombres que no tienen nada que ver con nuestra historia, con nuestras tradiciones y nuestras costumbres, y que trastocan por completo nuestra fonética natural pero que, sin embargo, cada vez están más presentes en el santoral que dictan las modas, el famoseo, la prensa rosa y el mercadeo televisivo.
      Yo, sin embargo, en esto de los nombres soy muy tradicional y conservador. Quizás por eso me hayan conmovido tanto estas palabras del poeta palestino Mahmud Darwix: “Defenderás una a una las letras de tu nombre, como hace una gata con sus crías (…) y aprenderás a restituir lo perdido a fuerza de nombrarlo”.